“La evidencia es como te la cuento, por qué dudas de que más es más”. Estos versos parecen ser la inspiración para la segunda temporada de Riverdale, una serie que, después de resolver el misterio de quién mató a Jason Blossom en la primera entrega, tenía que demostrar que el pueblo es el mayor reducto de criminalidad en la televisión estadounidense desde los tiempos de Se ha escrito un crimen y Cabot Cove.
Un asesino en serie (o algo parecido), patrullas de vigilancia ciudadana, cruising, un nuevo villano con hechuras de malo de telenovela y una nueva banda que trafica con una droga sintética con nombre de juego infantil. Eso es lo que Roberto Aguirre-Sacasa y compañía han introducido sólo en los tres primeros episodios de la temporada, y el acelerador está pisado tan a fondo, que Riverdale va a dejar en breve los giros inesperados y locos de The Vampire Diaries a la altura del betún.
Porque si arrancas la temporada con Fred Andrews en el hospital, después de que un desconocido le dispare en Pop’s, y con la señorita Grundy siendo asesinada en su casa, no puedes ir más que hacia arriba a toda velocidad.