Partamos de un punto de inicio: no vamos a tener en cuenta la inverosimilitud a la que está llegando. Abracemos el sinsentido y las tramas imposibles. Si algo podemos decir de esta temporada es que Riverdale se ha convertido en la legítima heredera de Pequeñas mentirosas. Y ya no hablo de esas ropas de Veronica que no sabes si son de alta costura o de una tienda de saldos de los brilli-brilli; es el volumen de noticias, la capacidad de resucitar muertos, de cruzar tramas imposibles y de alargar un tema hasta el infinito.
Y aún así me sigue atrapando. Porque sabía a lo que venía, y cuando fueron avanzando pasos en los pasados años, lejos de quejarme y abandonarla, empecé a verla con palomitas y ganas de mucho drama.
“La evidencia es como te la cuento, por qué dudas de que más es más”. Estos versos parecen ser la inspiración para la segunda temporada de Riverdale, una serie que, después de resolver el misterio de quién mató a Jason Blossom en la primera entrega, tenía que demostrar que el pueblo es el mayor reducto de criminalidad en la televisión estadounidense desde los tiempos de Se ha escrito un crimen y Cabot Cove.
Un asesino en serie (o algo parecido), patrullas de vigilancia ciudadana, cruising, un nuevo villano con hechuras de malo de telenovela y una nueva banda que trafica con una droga sintética con nombre de juego infantil. Eso es lo que Roberto Aguirre-Sacasa y compañía han introducido sólo en los tres primeros episodios de la temporada, y el acelerador está pisado tan a fondo, que Riverdale va a dejar en breve los giros inesperados y locos de The Vampire Diaries a la altura del betún.
Porque si arrancas la temporada con Fred Andrews en el hospital, después de que un desconocido le dispare en Pop’s, y con la señorita Grundy siendo asesinada en su casa, no puedes ir más que hacia arriba a toda velocidad.
La muerte del joven Jason Blossom nubla con un halo de misterio al siempre apacible pueblo de Riverdale, propagando y ocasionando cimbronazos varios en el status-quo de las más emblemáticas familias de la región. Sin embargo, el trágico incidente corre en paralelo de una irrefrenable tormenta hormonal entre los adolescentes del lugar: Archie, Veronica, Betty y Jughead, serán los protagonistas de una coming of age story que se aleja de característicos tópicos de la TV americana hastiados de romances contrariados.
Riverdale, resulta una vuelta de tuerca -bastante siniestra- respecto de los clásicos personajes de Archie Comics que comenzaron a publicarse durante 1941, creados por el guionista Vic Bloom, y el dibujante Bob Montana, el mismo año en el que el Capitán América en Timely Comics y la Mujer Maravilla en DC Comics encabezaban un alud de Superhéroes. Bien vale mencionar el precedente del universo de ARCHIE COMICS, inspirado por las películas de Andy Hardy, una saga de comedias y romances de preparatoria que tuvieron su esplendor entre 1937 y 1946, protagonizadas por un característico pelirrojo de la pantalla grande: Mickey Rooney.
La trama de Riverale describe al héroe de turno, Archie Andrews (K.J. Apa) como “el chico más afortunado del mundo”, aunque se trate de un adolescente en tensión de fuerzas opuestas entre su desempeño como un promisorio deportista y su contradictoria pasión por la música.
La preparatoria le depara al pelirrojo galán un triángulo romántico con Verónica Lodge (Camila Mendes), una picante y despampanante morocha en plan Kardashian recién llegada a Riverdale, antepuesta a la dulce e inestable Betty Cooper (Lili Reinhart), la chica de al lado eternamente enamorada Archie.